Según Hayden White, las estrategias cognitivas básicas para tratar con formas simbólicas corresponden a una serie de tropos fundamentales. El presente artículo propone reformular fundamentalmente la clasificación de White y utilizarla como plantilla para una taxonomía de la hermenéutica literaria. Se demuestra la viabilidad de esta clasificación, así como sus matices y particularidades, en el análisis de 43 cartas en las que lectores ordinarios reaccionaban en 1891 a la publicación de la novela Pequeñeces, de Luis Coloma. En conjunto, esas cartas pueden clasificarse en al menos cuatro grupos, en función de cómo articule la ficción con la realidad. Así, para algunos lectores los protagonistas representan a una clase social; para otros, un vicio o una virtud. Además, para unos la novela distorsiona las relaciones sociales, mientras que, para otros, desvela, entre líneas, escándalos auténticos.
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Cómo citar
Ceballos-Viro, Álvaro. (2025). La primera recepción de Pequeñeces: aplicación de una tropología hermenéutica. Ocnos, 24(2). https://doi.org/https://doi.org/10.18239/ocnos_2025.24.2.528
Ceballos Viro: La primera recepción de Pequeñeces: aplicación de una tropología hermenéutica
Introducción
El presente artículo se propone reunir bajo la denominación “tropología hermenéutica”
una serie de modalidades fundamentales que guían la interpretación de las obras literarias.
Se entenderá aquí “interpretación” como la instauración de cierto tipo de analogía
entre una Gestalt de la obra literaria (es decir, entre la forma percibida que adquiere el texto en
la mente de cada lector singular) y algún aspecto de la realidad extratextual. Interpretamos,
en su acepción hermenéutica, cuando decimos, por ejemplo, que determinada novela habla
de los riesgos de los celos en una relación sentimental, o que determinada pieza de
teatro critica las relaciones laborales en el capitalismo tardío. Por supuesto, el
gesto hermenéutico o interpretativo no representa sino una de las muchas facetas de
nuestra relación con la literatura y, más ampliamente, con la ficción; constituye
su traducción en un discurso sobre el mundo y equivale, por lo tanto, a su aspecto
más intelectual. Nuestra argumentación reposa sobre la tesis pragmatista según la
cual tales síntesis discursivas no se encuentran inscritas en los textos literarios,
sino que resultan de decisiones pragmáticas generalmente inconscientes (; ).
Se asentará esa tropología hermenéutica en el estudio de la recepción de Pequeñeces, una novela de finales del siglo XIX para la cual existe un pequeño corpus de comentarios
de lectura que datan de los meses inmediatamente posteriores a su primera edición.
Quienes se interesan por la recepción empírica de la literatura saben cuán arduo es
encontrar indicios que permitan reconstruir formas históricas de leer, y cómo de fragmentarios,
azarosos y ambivalentes suelen ser esos indicios. De ahí el interés de este corpus
de recepción, a pesar de lo modesto de sus dimensiones.
Una novela escandalosa
Dentro del subgénero de novelas aristocráticas españolas, en el que destacan La Montálvez de José María de Pereda o La espuma de Armando Palacio Valdés (; ), Pequeñeces presenta la particularidad de haber sido escrita por un sacerdote, el padre Luis
Coloma, de la Compañía de Jesús. Apareció primero seriada en el folletín de El Mensajero del Corazón de Jesús entre 1890 y 1891, y desde febrero de este último año también en volumen (). Según Emilia Pardo Bazán, “[l]a tercera edición de Pequeñeces (siete mil ejemplares)
se vendió antes de terminarse; ni siquiera llegó a verse en librerías; desapareció
de ellas por arte de birlibirloque” (), y añadía: “ya está despachada también, antes de salir de las prensas, la edición
cuarta, que […] constará de diez mil [ejemplares]” (p. 85). Un historiador actual
cifra en 50.000 ejemplares los que se vendieron en librería solo en 1891 (), aunque el padre Blanco-García, en La literatura española en el siglo XIX, publicada también en 1891, aseguraba que las cuatro ediciones impresas hasta entonces
sumaban 30.000 (). Ya fueran 30 o 50.000 ejemplares, Pequeñeces fue una de las novelas más vendidas y debatidas del siglo XIX en un país, España,
con una tasa de alfabetización próxima entonces a un tercio de sus 18 millones de
habitantes. Sabiendo que los ejemplares se compartían, se prestaban o se leían en voz alta,
Jean-François Botrel le ha calculado a la novela unos 70.000 o 100.000 lectores –solo
en el año o los años de su primera recepción, se entiende–, sosteniendo que esta popularidad
se vio favorecida por un precio particularmente accesible: seis reales cada uno de
los dos volúmenes, es decir, 3 pesetas en total, casi la mitad de lo que costaban
a la sazón otras novelas de dimensiones comparables ().
La trama de Pequeñeces gravita en torno a una marquesa, Curra de Albornoz, que tuvo varios amigos íntimos
y, en el contexto del sexenio democrático, se hizo sospechosa de apoyar la pretensión
al trono español del duque Amadeo de Saboya (mientras que la mayor parte de la nobleza
respaldaba a la familia Borbón). Luego de muchos escándalos y vicisitudes, tras padecer
la muerte de sus cortejantes y de uno de sus hijos, Curra de Albornoz se arrepiente
de sus pecados y abraza una vida de recogimiento y de piedad.
La opinión pública enseguida se dividió en varios bandos: quienes leían la novela
como una sátira feroz de la aristocracia; los que creían que era una novela de clave;
los que la consideraban un panfleto jesuita; los que vieron en ella un producto nauseabundo
del naturalismo... Pequeñeces tuvo tantos partidarios como detractores, por lo que no es exagerado comparar el
debate que originó con el proceso de Madame Bovary, con la salvedad de que en el primer caso el proceso no fue judicial, sino exclusivamente
periodístico.
Si bien la novela de Coloma se hizo acreedora de los dardos de la crítica por muchos
y muy distintos conceptos, pocos osaron negar que fuera una de las obras más entretenidas
que se habían escrito en aquellos años. En ella encontramos adulterio, espionaje,
conspiraciones, traiciones, mentiras, asesinatos... y un buen número de personajes
pintorescos e inolvidables. Pequeñeces se ambienta entre los años 1871 y 1878, una época particularmente agitada de la historia
de España: una revolución burguesa había expulsado poco antes a la reina Isabel II
de Borbón y coronado en su lugar al susodicho Amadeo de Saboya, que no tardó en renunciar
al cetro; en 1873 fue proclamada una república federal que había de durar menos de
un año, antes de que se procediera a la restauración de la dinastía Borbón, todo ello
aderezado con una guerra civil contra los sediciosos carlistas, partidarios del Antiguo
Régimen.
La intención documentada de Coloma era regenerar la aristocracia española denunciando
algunas frutas podridas, frutas que terminan regresando arrepentidas al redil de la
iglesia y expiando sus pecados con una vida de penitencia y recogimiento (; ). Si para algunos lectores esta medicina se convierte en veneno –en veneno moral,
es decir, en tentación o en mal ejemplo–, “culpa será suya […], porque la malicia
no estará entonces en el que escribe, sino en la propia voluntad del que lee”. Esto
escribía Coloma en el prólogo a la novela, presente desde la versión del folletín
(), prólogo tanto más interesante por cuanto preveía diferentes prismas de lectura,
suponiendo que no la leería igual “el hombre corrido” que el “alma pía y asustadiza”.
Una recepción plural
La pluralidad de interpretaciones prevista por Coloma se constata en el pequeño corpus
de recepción histórico que existe sobre Pequeñeces, y que consiste en 43 cartas de lectores publicadas por el diario El Heraldo de Madrid entre los días 3 y 17 de abril de 1891 (una de ellas se extiende a lo largo de dos
números; los días 2 y 18, sendos artículos abren y cierran respectivamente la recepción
de originales; la práctica totalidad de los números puede consultarse en la Hemeroteca
Digital de la Biblioteca Nacional de España (https://hemerotecadigital.bne.es); el resto pueden consultarse, por ejemplo, en la Hemeroteca Municipal de Madrid).
Fue el propio diario el que, ante el revuelo provocado por la obra del jesuita, se
ofreció a publicar con toda imparcialidad los juicios que el gran público tuviera
a bien remitirle.
Entre aquellos que confiaron sus impresiones al Heraldo “no se puede dudar de la participación de lectores –incluso mujeres– de toda España
y de distintas condiciones, no acostumbrados a escribir en los periódicos”, escribe
; cuatro o cinco de las firmas son reconocibles por pertenecer a personajes destacados
de la vida política o cultural, como Felipe Ducazcal, Emilia Pardo Bazán o Narciso
Campillo. El periódico aseguraba haber recibido testimonios demasiado extensos para
ser publicados; el 18 de abril, al cerrar la recepción de críticas, la redacción escribía:
“[p]odríamos llenar todavía muchas columnas […] con la inserción de los trabajos que
hemos recibido […] pero detenidamente examinados, hemos visto que no añaden nada nuevo
a los que ya se han emitido” (Heraldo, 1891).
“Los estudios de la recepción no suelen disponer de tan abundantes datos o documentos
como los a que dio lugar [sic] el proceso de comunicación organizado alrededor de Pequeñeces”, escribió ; pero a pesar de lo excepcional de este corpus, su retórica argumental no ha sido
estudiada hasta ahora sistemáticamente. Su importancia es tanto mayor por cuanto no
existen apenas testimonios de la primera recepción “ordinaria” –es decir, ajena a
la crítica periodística y a la academia ()– de esta novela en particular ni de las novelas del mismo periodo en general.
Fundamentos de una tropología hermenéutica
Cada uno de esos lectores de 1891 vinculaba novela y mundo mediante un proceso analógico
afín a alguno de los principales tropos –nombre que recibe en retórica lo que también
conocemos como “figuras de pensamiento”–. En Tropics of discourse (1978), Hayden White identificó cuatro tropos que él consideraba básicos –la metáfora,
la metonimia, la sinécdoque y la ironía– como operaciones mentales elementales, las
cuales mantendrían a su vez un fascinante paralelismo con las cuatro fases del desarrollo
cognitivo en los niños descritas por Jean Piaget (; ). La reflexión de White es de naturaleza cognitiva y prefigura la más reciente concepción
de sobre la analogía como el principio fundamental del pensamiento, analogía que, en
cada caso, si seguimos a White, escogería un eje de desplazamiento tropológico.
Hayden White alude fugazmente a un conocido artículo de en el que Roman Jakobson identificaba la metonimia y la metáfora como dos tipos básicos
de poética. El cubismo, según Jakobson, sería metonímico, el surrealismo metafórico;
el narrador realista, que pasa del ambiente a la acción, y de esta al mundo mental
de los personajes, progresa por movimientos metonímicos, mientras que en las canciones
líricas románticas predominan las construcciones metafóricas. David Lodge retomaría
con bastante fidelidad este principio en The modes of modern writing (). Tanto uno como otro están pensando en relaciones internas al documento artístico, en el tipo de objetos o de personajes que se congregan en
un mismo texto literario. Así, para Lodge el surrealismo asume el principio metafórico
no porque proponga símbolos o metáforas de las pasiones humanas, sino porque “combines
objects non contiguous in nature” (). Sin embargo, en otras páginas Lodge adopta una perspectiva más próxima a la que
aquí nos interesa; por ejemplo, cuando escribe que “[t]he metonymic text […] –Emma, say, or The Old Wives’ Tale– seems to offer itself to our regard not as a metaphor but as a synecdoche, not as
a model of reality, but as a representative bit of reality” (). De modo que, a diferencia de Jakobson, quien recurre a los tropos para caracterizar
relaciones entre elementos textuales y se atiene, por consiguiente, a una perspectiva
poética (formalista, textual), Lodge oscila entre esta y otra de tipo hermenéutico
(pragmática, extratextual), en la que los tropos servirían para identificar relaciones
entre el texto literario y el referente que los lectores le escogen en el mundo real.
Más recientemente, y con independencia de estas tradiciones teóricas, la autora de
ciencia ficción Lola Robles ha descrito una serie de “mecanismos de simbolización”
mediante los cuales la literatura (ella circunscribe su reflexión a los géneros “no
realistas”) representaría determinados aspectos del mundo real; junto a lo que ella
etiqueta como “extrañeza” y “alternativas a mejor”, señala perspicazmente la analogía
(la metáfora), la inversión y la hipérbole ().
En estas páginas aspiramos a prolongar y sistematizar estos últimos planteamientos,
clasificando cada testimonio histórico de lectura de Pequeñeces conforme al tropo que define la articulación entre el texto y la realidad extratextual,
ya que, si algo llama la atención de la primera recepción de esta novela es la diversidad
de miradas que llegó a congregar.
Sinécdoque
Dieciocho de los 43 lectores que se expresaron en las páginas de El Heraldo de Madrid entendieron que Pequeñeces dejaba en muy mal papel a la aristocracia, o al menos a ese sector de la aristocracia
española que en aquella época turbulenta de revoluciones y guerras de sucesión apoyó
a la dinastía borbónica. Los protagonistas de la novela, nobles de vida disipada,
representarían el conjunto de su clase social.
Narciso Campillo, catedrático de uno de los grandes institutos de Madrid y autor de
un célebre manual de poética y retórica, la describió en El Heraldo como una “galería de cuadros de costumbres [aristoc]ráticas” (en adelante, cada testimonio
será identificado mediante el día de publicación y una letra que lo singulariza dentro
de un mismo número; este es el segundo del 9 de abril: 9b). Habrá de recordarse aquí
que no solo las novelas realistas proceden de los cuadros costumbristas de principios
del XIX, sino que durante décadas se subtitularon con el sintagma “novela de costumbres”.
Y ciertamente la novela de Coloma podía funcionar como tantas novelas realistas: la
trama ficcional puede considerarse una sinécdoque particularizante de la realidad,
en el sentido de que cada personaje –o al menos muchos de los personajes principales–
representa el conjunto de la categoría socioprofesional a la que pertenece, y las
relaciones que mantienen entre sí representan las dinámicas que pueden observarse
en la sociedad. Nacida en una época en la que la sociología no existía aún como disciplina
académica, los novelistas del realismo dieron con una fórmula que les permitía explorar
sociedades complejas y en rápida evolución.
La estética del realismo literario se insinuaba ya en los retratos de Rembrandt y
en las tablas de Vermeer () y habría de transformar de un modo radical, a partir del siglo XVIII, la ficción
occidental. Su funcionamiento narratológico es más complejo de lo que parece a primera
vista. Hay testimonios de época que evidencian el desconcierto inicial del público
lector ante esos textos que parecen recoger hechos factuales de los que nadie ha podido
tener físicamente conocimiento (; ; ).
En la novela de Coloma, la descocada condesa de Albornoz, o su amante, Jacobo Téllez,
marqués consorte de Sabadell, implicado en turbios crímenes y complots, ofrecerían
a los lectores –conforme a una lectura realista– tipos y escenas frecuentes entre
la aristocracia española. Así lo atestiguan comentarios como el siguiente, redactado
originalmente en verso: “¡Currilla de Albornoz! ¡Cuántas como ella / exhiben imprudentes
sus hechizos, / al caer de la tarde, / en el ancho paseo del Retiro! / ¡Cuántos Jacobos de elevada alcurnia / encubren sus infamias tras un título!” (14b). Curra y Jacobo
devienen en prototipos de su clase. Otro lector revelaba este mismo prisma de lectura
al escribir que Coloma había mojado su pluma “en la llaga de una clase determinada”
(13b).
Los personajes y sus vicisitudes son, para aproximadamente la mitad de los lectores
del corpus, imagen de algo más extenso: de un conjunto variado que identifican unas
veces con la aristocracia en general, otras con la aristocracia borbónica, e incluso
hay quien discurre que a menudo se confunde la nobleza de sangre con una plutocracia
advenediza (12a y 17a).
A veces esta lectura sinecdóquica se revela en la crítica de episodios o personajes
que “no se consideran suficientemente representativos” (5c), o en el rechazo de episodios
que no se entienden como característicos del referente (6a), o en la identificación
de inverosimilitudes, como: “las señoras de Madrid no fuman puro ni beben Wisky [sic]” (7d).
Silepsis
Nueve de las 43 lecturas repertoriadas en el Heraldo van un paso más allá, o más acá, asumiendo que los personajes de la ficción enmascaraban
la identidad de nobles o empresarios de la época. Pequeñeces sería para esos lectores una novela de clave, y desentrañar esa clave habría constituido,
según argumentaba Juan Valera, “[u]no de los grandes alicientes” para su lectura (). No entraré aquí en el detalle de esas atribuciones, que ya discutieron y . La propia novela contiene notas al pie autoriales que, al tiempo que insisten en
no haber retratado a ningún personaje real, identifican ciertos episodios como históricos,
lo que pudo favorecer pese a todo esa interpretación, interpretación que el propio
autor desautorizaba en privado afirmando que “a muchas de las personas designadas
ni aun siquiera las conocía […] de vista” (citado en ).
El primero de los testimonios del 7 de abril recogía el comentario oral de un hombre
“eminente en las letras” para quien Pequeñeces era un libelo, un escrito calumnioso para con el personaje real que perteneció a
la comisión que le había ofrecido el trono de España al duque de Aosta, Amadeo de
Saboya. Si ese personaje real tuviera herederos, discurría el anónimo comentarista,
estos dispondrían de sobrados motivos para denunciar a Coloma.
Otra lectora se escandalizaba de que la novela hubiera sacado a la luz “secretos de
la vida privada arrancados a la conciencia al pie del confesionario”. Enunciaba así
uno de los topoi de la recepción histórica de esta novela: su autor, un padre jesuita, habría novelado
los pecados que le habían confiado algunos fieles en confesión. En adelante, proseguía
esta lectora, muchas fieles rehuirán “acercarse á los pies de un director espiritual,
temerosas de que sus secretos sirvan de base y argumento para escribir otra novela
como Pequeñeces” (10a; en un sentido parecido, 10b, 17a y 17d).
No se da aquí el tipo de relación de pars pro toto, la parte por el todo, propia de la sinécdoque particularizante. Se trata más bien
de una función biyectiva en la que cada personaje, cada situación –al menos dentro
del elenco de situaciones y personajes más sobresalientes– tiene un único referente
concreto en el mundo real: “individualidades” (17d), y no ya categorías colectivas.
La novela de clave deja de entender la ficción como tal y la devuelve a un contrato
pragmático verifuncional, refutable. Aun así, no cabe descartar una posición algo
más incierta u oscilatoria –resulta tentador denominarla “cuántica”– entre la lectura
realista y la lectura de clave: el texto sería el relato verídico, aunque enmascarado,
de hechos reales, pero no por ello dejaría de contener elementos ficcionalizados,
ilustrativos de tendencias sociales más amplias. En retórica llamamos silepsis a esa
figura, variante de la elipsis, en la que un significante se presta simultáneamente
a dos sentidos diferentes. Es lo que ocurre, por ejemplo, en la estrofa 118 del Libro de buen amor, cuando el narrador recluta a un mensajero para seducir a una panadera y termina
siendo el mensajero el que se come “el pan más duz”, es decir, el pan más dulce, en
el sentido literal –la panadera le habría obsequiado sus mejores productos– y en el
figurado.
Alegoría
Veamos qué sucede en la siguiente apreciación lectora: “los personajes de Pequeñeces, más que á una clase determinada, pertenecen á la ralea inextinguible de los hombres
malos y de las mujeres malas, que en todas partes abundan, con ó sin nombres conocidos
ó ilustres” (12a). Obviamente, aquí la novela queda desvinculada de toda clase social
(el lector aseguraba a renglón seguido haber conocido mujeres como las de Pequeñeces que vestían mantón y pañuelo, prendas asociadas a las mujeres de clase popular).
En el mismo sentido, ese mismo día, otra persona añadía que en la novela de Coloma
“no se ataca con ensañamiento á una clase, sino á vicios [sic] que […] en todas partes existen, porque son productos de la humana flaqueza” (12b).
Llamamos “alegórico” a este tipo de lectura, dado que codifica las relaciones dialécticas
en términos de nociones abstractas, a la manera de las fábulas. Dicho de otro modo:
los personajes o actantes son tipos morales, y no sociales. Stiénon ha explicado esta
diferencia con singular ingenio: si en el paradigma realista la variedad de los ejemplares
concretos se abstrae en un ejemplar sintético, supuestamente representativo (por ejemplo,
la aristócrata casquivana, o el sacerdote inculto), en el paradigma alegórico lo abstracto
–las ideas morales– se concreta en un ejemplar de atributos materiales (por ejemplo,
un viejo ruin que da cuerpo a la avaricia, o una muchacha descamisada y enérgica llamada
Libertad); a esta modalidad de representación se la conoce tradicionalmente como “hipóstasis”.
Figura 1Sinécdoque y alegoría como modalidades hermenéuticas. Fuente: elaboración propia a partir de Stiénon (2011).
La noción de modalidad hermenéutica
Proponemos llamar “modalidades hermenéuticas” a estas variaciones de la analogía,
aplicadas a la valoración holística de una obra literaria. Si bien la noción de modalidad
no es nueva, no parece que goce de la popularidad que merece –fuera de las modalidades
proposicionales en lógica formal (epistémica, alética, deóntica…), que clasifican
los grados de certidumbre de un enunciado, y que remiten, por lo tanto, a un uso bien
distinto del que aquí convocamos–. En la exégesis bíblica se denominan a veces “modos”
o “modalidades” los niveles de interpretación que contemplaba San Agustín de Dacia
en el siglo XIII (literal, alegórico, moral, anagógico). Kingsley Amis, en New Maps of Hell, hablaba de la ciencia ficción y de la fantasy como de dos modos (modes) (). Un tratado sobre la sátira de los años 1970 definía las modalidades como “une manière intuitive globale de percevoir ou de vivre la représentation” (). En consideró modos (modes) las variantes adjetivales de los géneros; varios de sus ejemplos predilectos, como
“heroico”, “trágico” o “cómico”, hipotetizaban una valoración lectora de la materia
leída, un diálogo con estereotipos situacionales extratextuales. En la estela de Fowler,
el teórico escribiría poco después lo siguiente:
Es una modalidad, por ejemplo, la ironía, o la actitud irónica, o el narrar irónico
[...]. Son modalidades de escritura, por ejemplo, utilizando adjetivos para mayor
claridad, la modalidad satírica, o grotesca, o alegórica, o fantástica, o paródica,
o realista. Estas modalidades califican, tiñen y orientan decisivamente los más distintos
géneros ()
En estos usos, el término “modalidad” alude unas veces a tenues propiedades architextuales,
y otras veces a cierta forma de correspondencia entre el texto y el mundo. Es esta
última acepción la que enlaza con la tropología de White y la que resulta más interesante
para clasificar la producción de sentido discursivo a partir de obras literarias,
que se definen como tales precisamente en la medida en que su referente queda a discreción
de los lectores. La modalidad no es el significado discursivo propiamente dicho, el
mensaje que “se cree” extraer de la obra literaria –esta forma de describir el momento
interpretativo de la lectura falsea lo que realmente ocurre, presentándolo como una
mera descodificación–, sino la interfaz analógica que, dado el carácter no referencial
del texto literario, resulta imprescindible para generar a partir de él enunciados
acerca de la realidad extratextual.
Esta tropología hermenéutica es independiente, en principio, de las propiedades formales
y temáticas textuales (aunque estas favorezcan unas modalidades antes que otras).
Diferentes lectores pueden interpretar un mismo texto conforme a modalidades diferentes,
y el caso de Pequeñeces ofrece una prueba palmaria de ello. El hecho de que no menos de la mitad de los lectores
de Pequeñeces la entendiera como representación sinecdóquica de la aristocracia obedece a que la
novela fue publicada cuando la estética realista ya había alcanzado una hegemonía
plena y las ficciones tendían a percibirse como estereotipos de categorías sociales,
situaciones y dinámicas existentes en el mundo real.
Somos muchos, seguramente, quienes leemos las distopías o las sátiras a través de
la modalidad hiperbólica, como si lo representado exagerase atributos o dinámicas
de nuestro presente (o, dicho con más precisión, quienes calificamos de “satíricas”
o de “distópicas”, según los casos, las ficciones que, a nuestro parecer, exageran
determinadas dinámicas o atributos personales). Así leyeron también algunos Pequeñeces, por cierto: como un retrato colectivo que sobredimensionaba determinados defectos
(hipérbole peyorativa, 8b) o que, por el contrario, suavizaba la crudeza de la realidad
(hipérbole meliorativa): “si de algo peca [Coloma], es de prudente” (4b); “resulta
muy comedido” (8a). Emilia Pardo Bazán confirma la frecuencia de esta lectura, más
allá de lo recogido en las páginas de El Heraldo: “el concepto más fuerte que he oído acerca del Padre [Coloma], es que exagera” (4a).
Claro que –y con esto llegamos a la última de las modalidades aquí propuestas – también
podría entenderse el universo representado en la ficción como inversión del orden
natural (o de lo que un lector históricamente situado considerase como el orden natural).
Se trataría de la modalidad antifrástica, una estrategia de lectura también propiciada
frecuentemente por la sátira y privilegiada por los mundos al revés del folklore. La lectura antifrástica no se verifica históricamente en Pequeñeces, quizá porque su elenco de personajes no está suficientemente polarizado; es verdad
que, junto a personajes que se hallan en las antípodas de una nobleza honrada y leal,
hallamos también a otros supuestamente modélicos –las piadosas marquesas de Villasis
y de Sabadell, o el padre Cifuentes–, pero sabemos que a algunos lectores esos personajes
les resultaron repulsivos o aburridos (9b; ), lo que constituye otro interesante fenómeno de recepción. Ahora bien, aun cuando
la trama de la novela dificulte la lectura antifrástica, y esta no pueda documentarse
en el corpus aquí estudiado, no nos está vedado imaginarla, infiriendo que la nobleza
debería huir de los extremos representados en Pequeñeces, y no ser ni excesivamente desaprensiva ni excesivamente beata.
Modalidades hermenéuticas y experiencia de lectura
¿Existe alguna correlación entre la modalidad de lectura escogida para leer la novela
y el placer que esta procura a sus lectores? Para averiguarlo, puede probarse a asignar
valencias entre -2 y +2 a la experiencia de lectura asociada a aquellos comentarios
del corpus de los que puede inferirse una modalidad hermenéutica (que suman un total
de 33); este etiquetado numérico se sustenta en las formulaciones –unas más críticas,
otras más elogiosas– presentes en las cartas al Heraldo. Por ejemplo, este balance del 17 de abril constituiría una reprobación sin ambages
y recibiría la puntuación de -2: “[Pequeñeces] [c]arece de fábula, de argumento, de situaciones; no revela en su autor imaginación,
sentimiento, fantasía ni cualidad alguna de gran novelista. Tocante al estilo, éste
es amanerado, pesado, pedantesco, sin gracia alguna”. Otras veces, los juicios son
más matizados, por lo que les corresponderían valencias intermedias (-1, +1, o cero
en caso de no contener reacciones evaluativas aparentes); podría ilustrarlo el pasaje
siguiente: “encuentro el libro perfectamente escrito, lleno de gracia é ingenio, y
admirablemente descriptas sus chispeantes escenas; pero el final es trágico e inverosímil
por demás, y no estoy conforme con él” (10d, +1).
Huelga decir que este tipo de análisis debe tomarse con extrema cautela, dada la dificultad
de calificar la experiencia global de lectura a partir de unos datos poco o nada estandarizados,
apenas comparables y que barajan criterios de evaluación altamente discrecionales.
Raras veces el juicio sobre la experiencia de lectura resulta tan desarrollado como
el de Narciso Campillo, entrenado por su oficio en posar una mirada analítica sobre
el material impreso:
Por lo mismo que el libro del P. Coloma no es de los del montón, sino de los que merecen
leerse, pues tiene capítulos excelentes, quisiera yo verle limpio de algunos defectos,
no ya de los incurables que palpitan en su mismo fondo […] sino de esos defectos externos
y superficiales que suelen afear el estilo (9b, +1).
Los pasajes evaluativos no suelen reposar, como este último, sobre criterios exclusivamente
estéticos, sino que se encuentran veteados de consideraciones morales (6a, 13b) o
de simpatías ideológicas (13a, 17e). Por otro lado, ha de considerarse que un mismo
rasgo de la novela, como su mordacidad, puede ser objeto de una apreciación opuesta,
ora positiva (14b), ora negativa (7a, 12c).
Hechas todas estas consideraciones, el corpus de lecturas arroja un resultado sugerente:
el promedio de satisfacción para aquellos comentarios que atestiguan la modalidad
de lectura de la sinécdoque particularizante es netamente superior al de todos los
demás (1,05 frente a -0,53). La asertividad de este experimento poco menos que recreativo
puede que sea bastante escasa, pero invita a repensar la dialéctica que se establece
entre los repertorios architextuales, las comunidades de interpretación y las modalidades
hermenéuticas.
Digamos, simplificando mucho las cosas, que, aplicada a Pequeñeces, la modalidad sinecdóquica o representativa implicaba un modelo de sociedad con una
aristocracia corrupta. Pero quizá quienes se resistían a leer Pequeñeces como una ficción sinecdóquica –porque no creían que toda la aristocracia española
fuera tan desvergonzada como Curra de Albornoz y Jacobo Téllez, o porque creían que
era peor aún, o porque no creían que fuera peor ni mejor que otras clases sociales–
también presuponían, en realidad, que cualquier novela de esas características habría
de ser sinecdóquica. No es que, a despecho de ese presupuesto, leyeran mal la novela,
sino que no habían tenido más remedio que leerla de otra manera, en muchos casos a
su pesar, porque la lectura realista (sinecdóquica) resultaba incompatible con su
concepción de la sociedad o con sus valores. La novela habría colisionado tanto con
el horizonte de expectativas de lectores educados en el realismo –a menudo, según
revelan algunos testimonios de El Heraldo, en aquel realismo idealista previo al naturalismo– () como con la imagen que esos mismos lectores tenían de la sociedad.
Hubo lecturas no sinecdóquicas y aun así hasta cierto punto satisfactorias –“me resulta
simpático” (3a), “buena novela” (12a)–, pero en general la experiencia de lectura
parece haber padecido bajo el conflicto entre la modalidad hermenéutica dominante
para el género de la novela decimonónica y los sistemas de principios y creencias
de algunos lectores. La adopción de modalidades interpretativas alternativas vendría
a ser una solución subsidiaria para dotar de sentido a un texto incómodo, lo que comporta
que, en última instancia, son las modelizaciones conceptuales ideológicas de los lectores
las que modulan las modalidades interpretativas.
Conclusión
Como sugiere , los tropos permiten identificar tipos básicos de estrategias cognitivas para tratar
con objetos simbólicos. La propuesta defendida en estas páginas consiste en reformular
sustancialmente la clasificación de White proponiéndola como plantilla para una taxonomía
de la hermenéutica literaria. El gesto hermenéutico es un ejercicio cognitivo complejo
–tanto, que algunos filólogos le dedican toda su carrera profesional–; su primera
fase consiste en la transformación del texto literario en una forma mental, en cuya
constitución intervienen estereotipos sintácticos, genéricos y sociales; solo después,
y en virtud de alguno de los tropos aquí considerados, puede traducirse la obra literaria
en un enunciado discursivo acerca de algún aspecto del mundo real ().
Figura 2Tabla de tropos y géneros asociados
Modalidades
Architextos asociados
Silepsis
Novela de clave
Sinécdoque particularizante
Costumbrismo, realismo, naturalismo
Alegoría
Fábulas, maravilloso, fantasy
Hipérbole
Distopías, utopías, sátiras, mundo al revés
Antífrasis
La recepción histórica de Pequeñeces demuestra la operatividad de este planteamiento, que extiende el número de tropos
a no menos de cinco. En la tradición tropológica de pensamiento se suele identificar
como “metonimia” la analogía de tipo pars pro toto para la que aquí se prefiere la denominación más precisa de “sinécdoque particularizante”.
Metonímica podría ser, no obstante, el tipo de lectura que, por mor de una contigüidad
causal, ve la obra literaria como expresión quintaesenciada del autor; no la lectura
biograficista –que vendría a ser una forma de lectura de clave–, sino la lectura propia
de quienes creen reconocer en la obra literaria una expresión del ethos del autor empírico, o en la que podría hacer alguien que tuviese un conocimiento
íntimo del autor.
Estos tropos hermenéuticos no son excluyentes. Hacer una lectura alegórica no impide
sentir que los personajes son “de carne y hueso”, que parecen “arrancados de la realidad”,
o bien percibir como inverosímiles algunos detalles (12a); una lectura realista (sinecdóquica)
no está reñida, como hemos visto, con la creencia de que algunos nombres de la ficción
ocultan identidades reales (17d); la hipérbole, a su vez, puede recubrir categorías
socioprofesionales (modalidad sinecdóquica, 8a) o retratos velados de individuos reales
en los que se han cargado las tintas (silepsis, es decir, lectura de clave o sátira
personal, 8b).
Se ha sugerido, por último, que la selección de modalidades hermenéuticas podría responder
a una lógica prácticamente determinista: el proceso interpretativo parte de la premisa
de que el resultado será, en sustancia, compatible con el modelo de mundo de los lectores
–al cual completa o, eventualmente, matiza–. En caso de incompatibilidad flagrante,
se seleccionaría otra modalidad que se acomodase mejor a ese modelo de mundo. El corpus
de recepción ordinaria reunido en torno a Pequeñeces en 1891 resulta demasiado reducido y en exceso silvestre para extraer una confirmación concluyente; es de desear que experiencias ciertamente
menos ecológicas, pero mucho más controladas pongan a prueba esta hipótesis.
Notas
[1] El censo de 1877 arrojaba una tasa de analfabetismo del 62.7% en hombres y del 81%
en mujeres (). Botrel maneja datos similares: “12,5 millones de analfabetos y 5 millones de analfabetizados”
().
[2] Véase también otra reflexión de Coloma sobre los diferentes tipos de lectura en .
[3] En nuestros días, el historiador Miguel Artola ha descrito muy solventemente las
intersecciones entre la aristocracia, la gran burguesía y las altas esferas políticas
durante la Restauración ().
[4] En este sentido puede leerse igualmente la célebre carta que Coloma remitió en 1891
a Emilia Pardo Bazán: “A finales de abril vino a verme el duque de Granada y me dijo
que entre los originales que asignaban en Madrid a los personajes de mi novela, tocaba
en el reparto a don Pablo Morales el papel de Diógenes. Yo, muy sorprendido, le pregunté
que quién era don Pablo Morales, porque era la primera vez que oía hablar de semejante
persona. Claro está que algo de Diógenes tendrá el tal Morales cuando le cuelgan el
mochuelo; pero lo que indica eso es que yo he retratado sus vicios, mas no su persona,
porque ni siquiera tenía noticias de su existencia. Pues lo mismo ha sucedido con
los otros personajes” (reproducida en ).
[5] Para una revisión de este género interdiscursivo, véase .
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